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El camino de su piel. Versión extendida -
Clara Asunción García
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Sinopsis: Una mujer amenazada, una detective privada que es contratada para protegerla. La noche, su piel y un camino sin destino.
Cuando la detective Catherine S. Maynes es contratada como escolta por una mujer temerosa de su expareja, no se imagina que el encargo acabará sumiéndola en un torbellino emocional que pondrá a prueba su estabilidad y su cordura.
Cuando la detective Catherine S. Maynes es contratada como escolta por una mujer temerosa de su expareja, no se imagina que el encargo acabará sumiéndola en un torbellino emocional que pondrá a prueba su estabilidad y su cordura.
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O incluida en la antología "Sexo, alcohol, paracetamol y una imbécil", en papel y ebook.
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Si deseas leer gratuitamente las primeras páginas del relato (versión extendida), o comprarlo directamente (solo válido para la versión ebook de Amazon Kindle), pincha en el botón correspondiente de la siguiente imagen:
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“El camino de su piel”
(versión corta)
También puedes leerla en francés, en el siguiente enlace: "Le chemin de sa peau" (pág. 375)
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(versión corta)
Esta versión fue publicada originalmente en la revista "Ámbitos Feministas". Volumen 2. Otoño 2012. Western Kentucky University (EEUU).
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Era ella.
Me detuve, conmocionada. Por el contrario, ella no
parecía preocupada o en alerta, ni asustada. Solo esperaba a que yo llegara a
su lado, mientras clavaba la mirada en mí y su rostro dibujaba una socarrona
sonrisa.
Cuando lo hice, cuando me planté frente a ella y la miré
a esos desconocidos ojos azules, no supe entonces si pegarle o besarla.
***
Tres meses atrás
Tenía resaca; ergo, no me había enterado de casi
nada de lo que me había dicho la pelirroja de ojos de jade que había entrado en
mi despacho.
—No sabía a quién acudir —terminó, expectante, su
exposición.
Vale, puede que el conjunto no mucho, pero el moratón
disimulado con maquillaje me daba una pista, junto a, por qué no, las palabras
novio y agresivo que había llegado a captar.
Cuando terminó esa mañana, servidora tenía una nueva
consulta y también un nuevo propósito: aumentar la dosis de paracetamol desde
¡ya! y ad infinitum.
***
Ojitos De Jade se llamaba Antígona James, tenía
veinticinco años y un ex que confundía amor con dominación. Le había costado
asumir que un puñetazo no era precisamente sinónimo de pasión, aunque en tamaño
descubrimiento tuviera que ver (mucho y sobre todo) el que la última paliza la
hubiera enviado directa al hospital. Con esos datos en la mano (y en un par de
sus costillas), Antígona había decidido acabar con la relación.
El problema era que su ex discrepaba. Y ahí era donde entraba
yo, Catherine S. Maynes, flamante detective privada de Océano,
chica-con-pistola-para-todo y escolta; faceta esta última la de su interés. La
pregunta, en ese punto, era obligada.
—¿Ha acudido a la policía?
—No voy a denunciarlo.
—¿Por qué?
Leí el miedo en sus ojos. La capitulación. Sentí pena por
ella y, por qué no, empatía. Las perdedoras somos así de solidarias.
—Joseph es… —vaciló—. Peligroso.
—Razón de más para hacerlo.
—Ya lo hice. No sirvió de nada. Solo —bajó la voz y la
mirada—, para que me diera una nueva paliza y me advirtiera de que la próxima
vez… —dejó morir la frase en sus labios.
—La solución no es dejar que se salga con la suya. La ley
se encargará de él.
—¿La ley? —Me miró, esbozando una mueca—. ¿Cuánto tiempo
cree que estará encerrado? ¿Y después? —Se inclinó sobre la mesa—. Irá a por
mí. Y esta vez no se detendrá en un par de patadas. Mire, sé que no está bien
hacerlo, pero solo quiero olvidar todo esto y empezar de nuevo en otra parte.
Ah, eso me sonaba. Era exactamente lo que yo había hecho
tan solo hacía unos meses. Al parecer, Antígona y yo teníamos algo más en común
que haber sacado los dados equivocados: nuestra afición
al running vital. En su caso, por un cabrón cobarde que la trataba a
patadas. En el mío, por uno a quien le metí una bala en la cabeza. Insustancial
detalle, salvo por el hecho de que, realmente, mi cabrón particular no había
tenido tanto que ver en mi huida como la actitud de una mujer (Helena, su
hermana), que eligió la sangre de sus venas por encima de la que hacía latir su
corazón.
Partiéndome el mío al hacerlo.
—Me iré de Océano en unos días. —La angustia se reflejó en
su mirada—. Solo necesito protección hasta entonces. ¿Me ayudarás? —preguntó,
tuteándome.
La súplica en su tono no fue tan determinante como la
aceptación por mi parte de que esa mujer tenía derecho a hacer lo que iba a
hacer. En mi época de policía conocí demasiados casos de mujeres a las que ni
denuncias ni protección salvaron. Ella quería otra oportunidad.
¿Por qué no ayudarle a tenerla?
***
Mi clienta y yo decidimos que, además de acompañarla en
sus salidas, pasaría también las noches en su casa. Le aterraba la idea de que
su ex la asaltara allí.
Ella no era la única que contemplaba esa posibilidad.
Eché mano de Geppo, un policía al que le salvé la vida (por pura casualidad,
pero eso no hacía falta que lo supiera él), para averiguar hasta qué punto se
merecía Joseph el calificativo de peligroso. Cuando tuve la información
comprendí el miedo de Antígona. Joseph Nsar pertenecía al clan de los Sinno,
una poderosa organización criminal que se dedicaba a menesteres tan
edificantes como el tráfico de drogas o el ajuste de cuentas, pasando por la
trata de blancas y el blanqueo de dinero.
Conclusión: No Sin Mi Glock.
***
Mi pistola y yo nos instalamos en casa de Antígona.
Resumiendo: sí, follamos. Inapropiado, lo sé. La culpa, de la fórmula:
2 mujeres x 24 h. al día juntas + {1 vapuleada emocional
y físicamente} + {1 esencialmente desmantelada} = consuelo mutuo del modo más
básico que viene conociendo la Humanidad desde que se le ocurrió comprobar qué
coño había al pie del árbol [=fornicación].
Un error, ya. Yo estaba allí como profesional y esa
debería haber sido la única vía en mi trato con Antígona. Cualquier otra opción
no solo era éticamente reprobable sino que me deslizaría un peldaño más en mi
desmantelamiento.
Que fue, claro, la que escogí.
Había sido esa una noche como las precedentes. Las
jornadas se habían caracterizado sobre todo por el tedio. El primer día no fue
un problema; ya se sabe, el tiempo se pasa volando averiguando cuál de las
misteriosas puertas dará acceso al baño y en qué armario de la cocina
guarda el café tu anfitriona. Pero, a partir de la hora veinticinco se cae en
el riesgo de sucumbir a la falta de estímulos, que en mi caso se agravaban: a)
por la falta de la preceptiva dosis de alcohol que llevarme a los labios, y b)
por idéntica dosis de mujeres para llevármelas al mismo sitio. Soy una mujer de
costumbres fijas, qué le vamos a hacer.
A falta de otras tentaciones pasábamos el tiempo
hablando. Antígona tenía algo que lograba sacar al ser humano con un futuro que
una vez fui. Claro que, tal vez, tuviese algo (o mucho) que ver el whisky con
el que empezamos a regar nuestras conversaciones. Sí, también lo sé, no debería
beber mientras trabajo, voy a ir derechita al infierno. Pero el hecho es que
Antígona y yo establecimos una especie de puente emocional que cualquier
espectador avispado habría sabido que en breve pasaría a ser también físico.
No sé cuál de las dos empezó, lo juro, solo que una cosa
llevó a la otra, la vida rota de Antígona se cruzó con la mía, su dolor con el
de servidora y, de repente, tenía su boca sobre la mía.
No supe, no pude o no quise detenerme.
Ese primer beso me supo a pérdida. Sus labios, a un
camino sin salida. Y, sin embargo, me adentré en él. Como venía sucediendo
desde hacía meses, el mañana no existía, solo el ahora. Y el ahora era Antígona
y su piel de terciopelo y su deseo por mí.
Respondí a su beso devorando esa boca sin futuro como si
no fuese a conocer ninguna más. Ella gimió y yo vacilé. Durante un instante me
aterró la posibilidad de hacerle daño. La miré a los ojos. Solo vi deseo,
deseo y deseo. A veces, la vida puede ser muy simple. La llevé hacia la cama y
caímos en un enredo de piernas y brazos. Nos desnudamos entre besos y caricias
desabridas. En el instante en el que mi piel tocó la suya, perdí
definitivamente de vista el mundo. Antígona apresó mis caderas con sus piernas
mientras retenía mis manos por encima de mi cabeza. Noté la cálida humedad de
su sexo mojar mi vientre. Empezó a comer de mis labios como si arrastrara un hambre
primigenia, al tiempo que se mecía sobre mí. Intenté llevar una de mis manos a
su coño, pero ella me la apartó y, en el mismo movimiento, colocó la suya en el
mío. Hundió dos dedos en mi interior y empezó a follarme, utilizando el talón
de la mano para asegurarse mi excitación. Cuando ya me tenía a punto liberó mi
boca y dobló los dedos dentro de mí, haciendo que la explosión se precipitara,
sacudiéndome como un muñeco inarticulado.
—Antígona… —susurré.
Ella se echó a mi lado con un suspiro y, según pude
comprobar, temblando. Eso encendió todas mis alarmas.
—¿Estás bien? —pregunté, con un hilo de voz.
Aunque no tenía muy claro quién había empezado el juego
de seducción, sí sabía que ella había dado el primer paso con su
beso, pero (Catherine de las narices, immmmBécil de marca mayor,
coño con patas, borrachuza a una barra de bar adosada), Antígona era una mujer
con la autoestima probablemente por los suelos, recién salida de una relación
plagada de abusos físicos y emocionales… ¡y yo iba y me la tiraba! Bueno,
estrictamente, había sido ella la que se me había follado, pero, ¿cómo no
reconocer un comportamiento que a mí me debería resultar tan familiar como la
imagen que veía cada mañana en el espejo? ¿Cómo no saber que, quizás, lo que
estaba haciendo Antígona era buscar consuelo en el sexo? Peor aún, ¿había sido
ese sexo una especie de ofrenda de gratitud a la persona que no solo la había
escuchado sino que la protegía? Que yo supiera, Antígona era heterosexual (o,
como mínimo, acababa de salir de una relación hétero), y ahora le
echaba ojitos y dedos a una mujer que no solo se había convertido en su única
compañía en una situación de alto estrés sino que, para más inri, era su
protectora. Evidentemente, Antígona debía de tener un lío emocional de espanto y
ahí estaba yo para empeorarlo. ¿Cómo podía haber cometido ese error?
—Perfectamente —susurró entonces ella, respondiendo a mi
pregunta, mientras pasaba un dedo por el hueco de mi garganta, buscando mi
cuello con sus labios.
Ahí se acabaron todas mis cavilaciones. Cuando ese dedo
encontró la aureola de mi pecho y esos labios mi acelerada yugular; cuando el
temblor de su cuerpo se convirtió en un susurro de lujuria y su piel en una
ardiente ascua; cuando la obligué a mirarme a los ojos y no vi en ellos más pérdida
que los segundos que se malgastaban sin estar dentro de mí; cuando asumí que
todo mi galimatías interior no sería más que eso, mi propia y desmantelada
visión, y lo acepté, puede que me estuviera engañando —y con ello a ella
también—; pero, como ya he dicho, la vida puede ser muy simple.
Me apoderé de su dedo, de sus labios, de su cuerpo, de su
inmediato futuro entre esas cuatro paredes. La hice mía con pasión, con
ternura, con ganas, en silencio y gritando.
Fuese cual fuese la muesca que todo ello dejaría, ya era
demasiado tarde.
***
A esa primera vez siguieron muchas más. Había días que no
salíamos de la casa. Entre aquella nube de sexo que nos mantenía desgajadas de
la realidad me asaltaban destellos de lucidez que me gritaban que aquello no
estaba bien. Intenté decírselo, desprenderme de sus besos, de su deseo, del
mío, intenté decirle que en mí no había nada que pudiera ofrecerle, pero ella
acallaba mis palabras con una mirada herida que me partía el alma. ¿Qué
esperaba ella de mí? Sabía que hacía días que debería haberse ido, pero seguía
aquí. ¿Por mí?
Que no sea por mí, rogaba. Pese a que había acabado por
aceptar aquella confusa relación, no perdía de vista que a Antígona ya le
habían hecho suficiente daño. Yo había recalado en Océano con un lastre
demasiado pesado como para volver a echarme a la mar, y tampoco es que lo
contemplara. Yo no era su futuro ni ella el mío. Pero siempre que intentaba
sacar el tema ella me miraba y mi alma salía volando por la ventana.
Hasta que una noche pronunció las palabras que no sabía
si temía yo, ella o ambas, pero que estaban destinadas a ser pronunciadas.
—Me marcho pasado mañana. Pero antes quiero hacer algo.
La miré. En el fondo de sus ojos leí el dolor, pero
también la aceptación. Lo que yo sintiera al respecto sabía que no importaría y
tampoco me costó demasiado asumirlo. Quizás es que me estaba acostumbrando a
dejar atrás más pedacitos de mí cada vez.
—Dime.
Tocó mi mandíbula con su dedo y una nube de pesar
oscureció el verde de su mirada.
—Antes quiero decirte que esto ha sido…
No la dejé continuar. No quería oírlo. Y ella no
necesitaba decirlo. La besé con el adiós que siempre había estado presente
entre nosotras. Acaricié su mejilla antes de colocarme la coraza que nunca
tendría que haberme quitado.
—¿Qué quieres hacer?
Ella calló durante unos segundos, mirándome como si
quisiera tallarme entre los pliegues de su iris, esbozó a continuación una
triste sonrisa y lo aceptó. Cerró los ojos un instante y, cuando los volvió a
abrir, llevaba en ellos su propia armadura.
—Voy a denunciarle —dijo, con firmeza—. No voy a
permitirle que me haga eso también.
***
La última vez que nos acostamos fue diferente. La
Antígona que me folló no tenía casi nada que ver con la mujer cuya piel me
había aprendido de memoria. Habíamos estado por la mañana en la Comisaría, con
Geppo, dando curso a la denuncia. Antígona estaba feliz, como si dando ese paso
recuperara parte de la dignidad que los golpes de aquel cabrón le habían
quitado. Pero, al mismo tiempo, notaba en ella el pesar por la inminente
despedida. Habíamos pasado casi dos semanas juntas, evadiéndonos a conciencia
del mundo, reconociéndonos no solo en nuestros cuerpos, sino en nuestras
pérdidas. La conexión, lo sabía, había ido más allá de lo puramente físico;
pero también (y eso lo sabíamos las dos), se había acabado. Esa noche sería la
última. Al día siguiente, Antígona se iría de Océano.
***
Su mano rodeó mi cintura. La noche era cerrada ya.
Habíamos estado bebiendo, tras una cena en la que nos habíamos tragado los
adioses y las palabras solemnes.
Acababa de hacer la ronda habitual para asegurarme de que
todo estuviera en orden. Sabía que tenía mucho que reprocharme a nivel
profesional, pero, por mucho que el alcohol o la lujuria enturbiaran mi sangre,
había procurado asegurarme de que Joseph no nos hiciera una visita inesperada.
Gracias a Geppo sabía que hacía semanas que estaba fuera de la ciudad. Cuando
le llegara la denuncia se iba a cabrear lo suyo, pero para entonces Antígona ya
estaría lejos.
Nos dijimos adiós utilizando el lenguaje que nos había
servido como medio de comunicación. Enlazó mi cintura y me atrajo hacia ella
para besarme. Desde que recalé en Océano me había acostado con tantas mujeres
como mi libido y la ocasión me habían permitido. Todas fueron sexo de una
noche, en pareja, en grupo, anónimo o a cara descubierta. Con todas ellas
apenas había intercambiado las palabras necesarias para certificar nuestra
libre disposición e intención y a todas ellas las había olvidado al día
siguiente.
Con Antígona sabía que no sería así. Que podría desear
olvidarla, pero que nunca lo lograría del todo. Que, pese a no tocar la parte
más hundida de mi corazón, sí había dejado la huella suficiente como para que
su espectro regresara.
Cuando me liberó del beso dio un paso atrás, cogió los
vasos de whisky y me ofreció uno, al tiempo que levantaba el suyo en una
especie de ofrenda de despedida. Ambas los vaciamos hasta el fondo, sin dejar
de mirarnos a los ojos. Cogió mi vaso y lo depositó junto al suyo en la mesa.
Llevó sus manos a mi camisa y empezó a desabotonármela, al tiempo que lamía mis
labios. Mi respiración se espesó y eché la cabeza hacia atrás cuando su boca
atacó mi pecho. Sentí una pesadez que me embotaba la razón y a partir de ese
momento me dejé hacer, me permití un momento de autocompasión con esa Cate en
la que me había convertido (y que a veces odiaba) y me rendí a la pleitesía
del deseo de otra mujer, con la vana esperanza de que sirviera de bálsamo a mis
propias heridas.
Antígona era el nombre de ese bálsamo. Empezó una
lentísima danza entre ambas, en la que el sexo era la música, y con cada
caricia, con cada movimiento, yo empecé a sentir que me ahogaba, que me perdía,
que me fundía.
Que podría haber amado a esa mujer si me lo hubiera
podido permitir.
La danza culminó con un orgasmo que me sacudió de arriba
abajo, que me puso del revés, que incineró mi sangre y mis sentidos y me dejó
exhausta, postrada, perdida.
Antígona me cobijó. Besándome con delicadeza, susurró:
—Todo estará bien, Cate.
Quise creerla. Por ella y por mí. Quizás, egoístamente,
sobre todo por mí. Otra mujer en mi vida que se me iba. Puede que yo jugara al
sexo sin ataduras, pero creo que algo dentro de mí anhelaba algo más. Solo que
todavía no podía permitírmelo y no sabía aún si algún día podría.
Antígona me meció con ternura y me dormí entre sus
brazos. Desperté con sus dedos dentro de mí. En esta ocasión, y para el resto
de la noche, vería a otra Antígona. En nuestra relación física no es que se
hubiera mostrado timorata o pasiva, pero al parecer había estado sujetando algo
que por fin quedaba libre. Intuía la razón, el porqué esa última noche se
mostró tan diferente.
Esta es la Antígona, parecía clamar su actitud, que
deberías haber conocido. No la mujer derrotada por la violencia, sino la libre
y vital que era antes de eso. La mujer que nunca debería haber cambiado. Sabía
que detrás de esa liberación estaba el paso que había dado denunciando a
su maltratador. Algo dentro de ella había echado a volar y eso era algo que
jamás podrían quitarle ya.
***
Desperté por el sonido de un fuerte golpe. De lo primero
que fui consciente fue (grandiosa novedad) que saludaba al nuevo día con un
terrible dolor de cabeza. Lo segundo, que Antígona no estaba conmigo en la
cama. Ay, Antígona, pensé, haciendo un repaso a mi vapuleada anatomía.
Había sido una noche intensísima. Que me escociera el coño era (aparte de
constituir mi tercer descubrimiento del día) una nimiedad, dado lo que esa
mujer me había hecho. Pero esta tercera cosa no tenía ni punto de comparación
con la que sabía me esperaba.
Su adiós.
Me levanté escocida, resacosa y apesadumbrada. Antígona,
para bien o para mal, me dejaría una huella que, aunque por mi pasado podría
ser como huella de pato en una de dinosaurio, sabía que siempre estaría ahí.
Solo esperaba que la vida no pusiera más cabrones al alcance de sus costillas,
pero creo que la Antígona segura, directa y agresiva que se me mostró la noche
anterior no iba a permitirlo.
Solo que no tendría ocasión de demostrárselo al mundo,
porque la cuarta y definitiva cosa de la que fui consciente esa maldita mañana
de su adiós fue su cuerpo destripado sobre el suelo de la cocina.
***
Grité, precipitándome hacia ella. Resbalé con la sangre
que empapaba el suelo y caí de bruces. El cuerpo de Antígona, el hermoso cuerpo
de esa mujer, yacía boca arriba y una horrible escisión en su vientre dejaba
entrever sus vísceras.
—¡No, no, no! —gemí, sintiendo una arcada.
Busqué su rostro, la hermosa mirada de jade, ahora velada
por unos párpados ensangrentados. Empecé a sollozar y adelanté las manos para
tocarla.
Y entonces algo me golpeó en la cabeza y la oscuridad me
tragó.
***
Cuando desperté, lo primero que vi fue el rostro
preocupado de Geppo inclinado sobre mí.
Lo segundo, que el cadáver de Antígona había
desaparecido.
Cuando Geppo llegó sólo había un inmenso charco de sangre
y un reguero que evidenciaba que algo había sido arrastrado. Yo estaba
inconsciente, con el móvil todavía en la mano y empapada de sangre. Al parecer,
había recobrado el conocimiento el tiempo suficiente como para llamarle y
balbucear unas incoherentes palabras que incluían “asesinato y
“jodergeppojoder” antes de volver a caer redonda.
Llevaba toda la mañana en el hospital, dolorida y
hundida. Geppo me había interrogado, pero solo podía decirle lo que sabía: la
última vez que había visto a Antígona estaba tirada en el suelo, abierta en
canal.
Y ahora había desaparecido.
—¿Y si todavía estaba viva, Geppo? —Sabía que era
prácticamente imposible dada la gravedad de la herida, pero mi angustia y
desesperación eran superiores a mi razón.
Él me miró con compasión, sacudiendo la cabeza.
—El forense ha dicho que la cantidad de sangre encontrada
es incompatible con la vida, Cate.
No había que ser muy sagaz para señalar al primer
sospechoso.
—¿Cómo pudo saber que ella le había denunciado?
¡Estuvimos ayer en Comisaría!
Geppo hizo una mueca. No hubo tiempo de cursar la
denuncia. Ambos sabíamos qué significaba eso. Alguien de dentro le había
avisado.
—¿Qué he hecho, Geppo? —me lamenté, tapándome la cara con
las manos.
—Esto no es culpa tuya.
—¡Yo debía protegerla!
Sentí cómo algo dentro de mí empezaba a arrasarme, me
cortaba en trocitos, me convertía en pulpa. Antígona estaba muerta, yo la
había matado.
***
Varias semanas después todo había acabado.
Joseph Nsar salió impune. No había una sola prueba en el
escenario que lo implicara. La única que se había hallado (la huella de un
zapato del 46, el número que calzaba, impresa en la sangre) no había sido
concluyente. No había huellas dactilares, ni ningún tipo de resto biológico o
físico que lo señalara. La principal fuente de pruebas que podría haber sido el
cuerpo había desaparecido y él tenía coartada, avalada por sus compinches: se encontraba
fuera de la ciudad en el momento del crimen.
—Le encubren, Geppo. Sabes que ese cabrón la mató. Que se
llevó el cuerpo para eliminar las pruebas.
—Lo sé, Cate. Pero sin ellas…
Di un puñetazo, frustrada y rabiosa. Durante esas semanas
me había sumergido aún más en el pozo que era mi vida y solo aguantaba porque
tenía un objetivo.
—Quiero que pague por lo que hizo.
—Yo también, Cate —Geppo abrió el expediente del caso—.
Pero no tenemos nada. Las huellas de neumáticos que había en el exterior no se
corresponden con ningún vehículo a su nombre. No he encontrado otras denuncias
de Antígona contra Joseph, ni nada que la relacione con él. ¡Ni siquiera
he encontrado partes de agresiones de Antígona, maldita sea!
—Los médicos de Urgencias están obligados a denunciar
cualquier sospecha de agresión y tú lo sabes, es el protocolo —dije, mirándole
con toda la intención del mundo.
Él resopló. Sabía hacia dónde apuntaban mis sospechas.
—Cate, ya le hemos dado mil vueltas a eso —bajó el tono—.
No tenemos pruebas de que haya un soplón en la Comisaría.
—Pero encaja, Geppo, joder, encaja —insistí—. Avisó a
Joseph de la denuncia contra él y también haría desaparecer los partes de los
hospitales y cualquier otra denuncia que lo relacionara con ella.
—Lo siento, Cate. El caso no está cerrado todavía, pero
si no aparecen nuevas pistas… —Sacudió la cabeza—. Yo también quiero cogerle,
no se me olvida su cara cuando le dije que Antígona había sido asesinada.
Geppo me había contado cómo fue el interrogatorio. Joseph
primero negó conocer a nadie con ese nombre y cuando Geppo le plantó su
fotografía, sonrió y dijo: “Una pelirroja de ojos verdes preciosa”. Nada más.
Era todo lo que tenía que decir al respecto y lo sabía.
Sabía que no había nada firme contra él.
Hasta en eso iba a fallarle a Antígona. Alargué la mano y
cogí el informe. Saqué la copia de la fotografía de su documento de identidad.
—¿Puedo quedármelo unos días? —pedí, señalando la
carpeta.
—Cate, no hay nada que hacer por ahora. Intenta
olvidarlo, por favor.
Eso era como pedirle al sol que no iluminara. Pasé el
pulgar por la fotografía. El jade de sus ojos destacaba en su rostro. Me
miraban, acusadores.
—A veces desearía que ese cabrón me hubiera matado a mí
también —musité—. ¿Por qué no lo hizo?
—No digas eso, Cate. Comprendo que es doloroso, pero
debes sobreponerte —carraspeó, vacilante—. Sé que has estado bebiendo más de
lo habitual y…
—No necesito ninguna niñera, Geppo —gruñí.
Sí, el asesinato de Antígona me había perturbado y, sí,
lo combatía del único modo que conocía: bebiendo, bebiendo, bebiendo. Pero no
necesitaba ni quería buenos samaritanos a mi lado. No con los ojos de Antígona
mirándome desde algún lugar dentro de mí. Puse un dedo sobre el expediente.
—Sí o no, ¿me lo puedo llevar?
Él hizo una mueca, pero acabó cediendo. Creo que pensaba
que aquello no iba servir más que para profundizar en el pozo de mis
remordimientos.
Y no es que fuese desencaminado, no, solo que…
… el vaso no estaba.
***
Encontré la discrepancia al repasar las fotografías del
escenario. Faltaba el vaso que debería haber estado junto a su gemelo, sobre la
mesa del salón.
Fruncí el ceño. Según el informe, el único vaso hallado
llevaba las huellas de Antígona, así que el que faltaba era el que yo había
usado. Llamé a Geppo, pero él se mostró reticente, supongo que temiendo que
volviera a insistir en la teoría del policía vendido. Creo que pensaba que yo
iba a empezar a liarla con una trama en la que ese misterioso desconocido al
servicio de los Sinno se había apropiado de la prueba para utilizar mis huellas
con algún oscuro propósito.
—No sé, Cate, Antígona se levantó antes que tú. Quizás
ordenó el salón, lo lavó y volvió a dejarlo en su sitio.
—¿Solo el mío?
Le escuché suspirar. Sabía lo que pensaba: estaba
perdiendo la perspectiva por culpa de mi obsesión.
—Cate... —empezó a decir, en un tono paternalista que me
hizo hervir la sangre.
—Está bien, Geppo, déjalo. No importa —dije, cortante,
antes de colgar.
Pero sí importaba. Volví a repasar las fotografías y
cuando llegué a la serie de la cocina, el corazón me dio un vuelco.
—Joder —musité, sosteniendo la fotografía de la huella en
la sangre.
¿Nadie se había fijado? Estaba menos marcada en la zona
de la punta del zapato, como si hubiera faltado apoyo en esa parte. ¿Podría ser
atribuible a la propia inconsistencia de un elemento como la sangre o indicaba
algo más?
El vaso ausente y la huella equívoca. ¿Lo del vaso era
accidental o el hecho de que fuera el mío (con mis huellas, no lo olvidemos) era determinante? ¿Tan descuidado podría haber sido Joseph que dejó su huella
en el escenario del crimen? ¿O tal vez no obedecía a ningún descuido y sí a
una calculada intención?
No compartí mis sospechas con Geppo. Empecé a buscar en
la Red todo lo relacionado con Joseph Nsar y Antígona James. Varios días
después recibí un SMS:
La curiosidad mató a la gata, ¿no lo sabías? Guijarro,
lunes, 23:00, embarcadero
Críptico, parco, ¿amenazador? Al parecer, alguien se
había percatado de mi interés. Pero, ¿quién? Intenté averiguar el
origen del SMS, pero había sido enviado desde una web que no dejaba
rastro. Eso me dejaba sola con mi críptica cita y, desde luego, si yo fuese una
chica lista habría puesto en antecedentes a Geppo, por aquello de las
encerronas probablemente mortales y todo eso; pero, por desgracia, no es que
no lo fuese, sino que la muerte de Antígona era un asunto muy personal.
¿A quién me encontraría?
¿Al chivato a sueldo de los Sinno? ¿Al dueño de la
equívoca huella del 46?
¿O al propio Joseph Nsar?
***
Pero lo que me aguardaba en aquel embarcadero de
Guijarro, una pequeña localidad costera a 120 kilómetros de Océano,
era un nuevo zarpazo a mi triturado corazón.
Porque era ella.
Pese al cabello ahora negro como la brea, era ella.
Me detuve, conmocionada. Por el contrario, ella no parecía preocupada o en
alerta, ni asustada. Solo esperaba a que yo llegara a su lado, mientras clavaba
la mirada en mí y su rostro dibujaba una socarrona sonrisa.
Cuando lo hice, cuando me planté frente a ella y la miré
a esos desconocidos ojos azules, no supe entonces si pegarle o besarla.
—Antígona…
***
—Cate —saludó ella con toda tranquilidad.
No reaccioné hasta pasados varios segundos. Pese al
cambio en el color y corte del pelo y las lentillas que cambiaban sus ojos de jade
a añil, era Antígona.
—¿Cómo…? —pregunté, con voz agarrotada.
—Y al tercer día… —Antígona soltó una breve carcajada y
yo sentí como si algo me partiera en dos—. ¡Oh, venga, Cate, no pongas esa
cara! ¿No te alegras de verme?
—¿Qué es esto, Antígona? —Di un paso hacia ella y aferré
su brazo—. ¿Qué coño es esto?
—Me haces daño.
¿Yo le hacía daño? Todo el dolor, todos los
remordimientos, toda la angustia que había pasado por ella. La rabia empezó a
formarse en mis ojos. Respiré hondo un par de veces y me obligué a soltarla.
—Buena chica —dijo, masajeándose el brazo.
La mujer cuya muerte me había sumido en un pozo de
oscuridad me miraba sin un ápice de sentimiento. Yo tenía tantas ganas de
abofetearle como de sentir de nuevo sus labios. Ninguna de las dos alternativas
me procuraba mucha paz espiritual, que dijésemos.
—¿No podías dejar que descansara en paz, Cate?
—¿Cómo supiste…?
—Un programita espía en tu ordenador. Sencillo y muy
productivo. Necesitábamos estar al tanto de lo que hacías y…
—¿Necesitábamos? —Un escalofrío recorrió mi
columna—. ¿Quién más está en esto?
—Oh, no quieras estropear la sorpresa tan pronto.
Debería haber mirado hacia atrás en ese momento, debería
haberlo hecho.
Pero la persona que esperaba entre las sombras no se me
reveló hasta que no escuché lo que Antígona tenía que contarme.
***
—Nos dedicamos al chantaje —dijo, como si hablara del
clima— y nos equivocamos de presa. Creímos que se trataba del típico tío que
quería echar una cana al aire. Ya sabes cómo va, ¿no? Sexo, fotos, no querrás
que tu mujercita se entere… —Hizo una mueca—. Pero nuestro fogoso amigo resultó
ser algo más.
—Joseph Nsar —adiviné.
—Premio para la detective privada. Pusimos pies en
polvorosa, pero al parecer es un tipo rencoroso. Nos ha estado siguiendo la
pista por todo el país.
—Así que decidisteis simular tu muerte. Y el sospechoso,
por supuesto, sería Joseph. Entre rejas no os molestaría.
—Oh, mi pobre Cate. No lo has entendido. No, no era
nuestra intención encerrarlo. Si hubiésemos querido eso habríamos acumulado
pruebas en su contra. Pero eso no habría sido prudente, al fin y al cabo, él
sabía que era inocente y no hubiese parado hasta averiguar quién le había
endosado ese marrón.
—¿Entonces?
—Solo queríamos librarnos de él, dulce Cate. Que creyera
que estaba muerta. Que, pese a la ausencia del cuerpo, la historia fuese
creíble.
—Mi testimonio —dije, con amargura.
—No iba a ser suficiente con colar la noticia falsa de la
muerte. No iba a tragarse algo tan simple como una esquela en un periódico.
—De ahí la denuncia —dije.
“Una pelirroja de ojos verdes preciosa”, había dicho
Joseph. Sus palabras cobraban ahora pleno sentido. Probablemente, él la habría
conocido con otro aspecto y bajo otro nombre.
—Teníamos que asegurarnos de que le llegara el mensaje
—replicó.
—Y lo hicisteis en la ciudad donde vivía. Arriesgado,
meterse en la guarida del lobo.
Ella, por primera vez, dio muestras de inquietud.
—No conoces a ese tío. Preferíamos eso a que el lobo nos
fuera detrás el resto de nuestras vidas. No bastaba con desaparecer bajo otra
identidad o irnos a la otra punta del mundo. Para él, Antígona James debía
estar muerta.
Y lo había estado, durante todo ese tiempo. Una
representación muy convincente. Fruncí el ceño al recordar algo.
—La sangre, tanta cantidad… ¿Cómo lo hiciste? ¿Te la
extrajiste y la conservaste?
Sonrió, burlona.
—No exactamente.
—No juegues conmigo o…
—¿O qué, Cate? —me interrumpió, desafiante—. ¿Me matarás?
Me tragué la réplica.
—¿Por qué yo? —pregunté.
Se alzó de hombros.
—Eras la única guardaespaldas femenina que encontramos en
el directorio de Océano. Pensamos que una mujer se mostraría más receptiva al
tema del maltrato.
Pensé en la ausencia de otras denuncias, de partes
hospitalarios de agresión. Ahora lo comprendía. Nada de eso había sucedido
nunca. Tomé aire.
—¿Y era necesario acostarse conmigo?
Un brillo malicioso cruzó su mirada.
—Oh, no me lo reproches a mí. Yo no lo empecé.
—¿Ah, no? —Me encrespé, pensando en su primer beso—.
¿Como tampoco eres la autora de toda esta mierda?
—Todavía no lo has entendido, ¿verdad?
—¿Qué coño tengo que entender, Antígona? —grité,
apretando los puños.
Ella se movió hacia mí y yo no reaccioné. Adelantó una
mano para enlazar mi cintura y acercó su cara a la mía. Cerré los ojos,
reprochándome el ligero temblor ante su tacto. Al fin y al cabo, había pasado
un infierno por la pérdida de esa mujer.
—Tenía que probarte, dulce Cate —susurró.
—Vete a la mierda, Antígona.
—No me llamo Antígona. Si te digo mi nombre, ¿lo
pronunciarás mientras te beso? —inquirió, lamiendo mis labios.
Abrí los ojos y la empujé. Ella sonrió con burla.
—¿No te gustó esa última vez, Cate? Sé que solo tenía una
oportunidad, pero te juro que intenté dar lo mejor de mí para igualar el
marcador. —Sus labios se curvaron en una imitación de congoja—. ¿O es que ella
folla mejor que yo?
¿Ella?
—¿De qué estás hablando?
Antígona sacudió la cabeza como si me perdonara la vida.
—De verdad, Cate, ¿todavía no lo has adivinado?
“Esa última vez”. El sexo con Antígona había sido
distinto. Cerré los ojos. No puede ser. Me quedé dormida entre sus
brazos y cuando desperté... La miré, notando la quemazón de la sospecha.
—¿Cómo...? —balbuceé.
—Déjame darte un consejo, Cate. Si follas, no bebas. El
alcohol te confunde.
—No, no fue solo el alcohol... ¡El vaso! —exclamé—. ¿Qué
llevaba la bebida?
—Empezamos a atar cabos, bravo —levantó las manos—. Un
inofensivo somnífero, nada más. Te necesitábamos bien dormida para preparar la
escenita del hallazgo del cuerpo. Es increíble lo que se puede hacer con
un kit de maquillaje especial y algo de casquería, ¿verdad? Pero no
podíamos dejar el vaso allí por si les daba por analizarlo. Aunque no habrían
hecho falta tantas precauciones. Eres una testigo muy fiable.
—La sangre. Tanta cantidad…
La sonrisa en su rostro se expandió.
—ADN, querida —dijo—. Un precioso y casi idéntico ADN.
La miré, esta vez con atención. Algo empezó a removerse
en mi interior. No era el enmascaramiento de su nuevo aspecto, no tenía nada
que ver con lo meramente físico. Era algo más. Algo que tenía más que ver con
el fondo que con la encubierta forma que tenía delante de mí. Algo que enlazaba
la arrogancia de esta Antígona con el incisivo comportamiento de aquella última
noche.
La certeza se aposentó en mi pecho como una losa.
—¿Quién coño eres tú? —pregunté lentamente.
—Date la vuelta si quieres saber quién coño no soy,
Cate —me dijo esta mujer que ya sabía que nunca había sido Antígona. No, al
menos, hasta la última parte de la grotesca representación.
Noté cómo se me erizaba el vello de la nuca. Luché contra
el deseo de girarme, porque sabía que, en cuanto lo hiciera, el último clavo
sería hundido en mi carne.
—¿Gemelas? —pregunté, notando el sabor de la bilis en mi
garganta.
—Idénticas —concedió—. ¿Has oído hablar de los gemelos
monocigóticos, Cate? No voy a aburrirte con detalles, pero te diré que tenemos
prácticamente el mismo ADN. Usamos sangre de ambas para la escena. Existen
diferencias, por supuesto, pero un simple análisis forense no detectaría nada,
solo uno más exhaustivo —sonrió—. Pero, claro, ¿qué necesidad había de hacer
tal cosa en el caso del asesinato de la pobre Antígona? Todo fue muy
convincente: el estado del cuerpo, la cantidad de sangre… Tu testimonio.
Bajé la mirada hacia sus pies.
—Más pequeños que un 46, ¿no?
Ella arqueó las cejas en un gesto divertido.
—¿Fue eso? ¿La huella del zapato?
—Y el vaso.
Chasqueó la lengua.
—En fin, era la primera vez que simulábamos un asesinato.
Mejoraremos.
—¿Por qué fingir la muerte de una sola de vosotras?
—Durante, digamos, nuestros “negocios”, nunca revelamos
que somos dos. Es mejor guardarse un as en la manga. Política empresarial. —Sonrió sin alegría.
—¿Por qué tú? —pregunté, notando un nudo en la garganta—.
¿Por qué estás tú aquí y no ella?
—Oh, eso. —Hizo un mohín de fastidio—. Verás, mi hermanita tiene un
pequeño defecto. A veces es, digamos, algo sentimental. No estaba de acuerdo en
que yo la sustituyera, la verdad es que no estaba planeado, el somnífero empezaba
a hacer efecto, pero… —suspiró—. Cate, dulce, Cate, no pude resistir la
tentación.
Apreté la mandíbula con rabia.
—Te aprovechaste de que estaba drogada y…
—¿Reproches éticos ahora, Cate? —me interrumpió, con
dureza—. ¿La escolta que se folló a su vulnerable clienta? —Su expresión se
oscureció. Al parecer, se había cansado ya de la conversación—. ¿Y bien? ¿Qué
vas a hacer?
—¿Me preguntas si os voy a delatar? —Ella asintió y yo me
giré hacia el mar. Estaba en calma. Todo lo contrario que mi interior. La
miré—. ¿Y si lo hago?
Ella sonrió como un perro de presa.
—¿Y si me felicito por mi extraordinaria previsión y hago
llegar a la policía una grabación de alto contenido sexual con cierta detective
como co-protagonista? ¿De verdad quieres destapar esa caja, Cate? Aún en el
caso de que te creyeran, ¿qué crees que parecería? Una truculenta historia de
sexo lésbico, alcohol, tal vez celos… —Chasqueó la lengua—. A tu amiguito el
poli le costaría parar toda la mierda que te iba a caer encima, ¿no crees?
Cerré los ojos un instante. El dedo acusador me señalaba,
pero no por su amenaza. Lo había hecho todo mal, y de ello sí era culpable. Me
sentí vacía.
—De acuerdo —accedí. No era tanto por su coacción como
por la certeza de que al final ganaría alguien como Joseph Nsar. Por ello, pese
a todo, me vi en la obligación de decírselo—. Pero yo de vosotras no bajaría la
guardia. Puede que Joseph quiera saber por qué vuestra Antígona hizo creer a la
policía que tuvieron una relación.
Tal vez fue una mezquina revancha, o tal vez de verdad me
preocupaba. La expresión de mi interlocutora se ensombreció. Yo ya no tenía
nada más que hacer allí. Me giré para irme, pero su áspera pregunta me detuvo.
—¿No quieres despedirte de ella?
Capté un movimiento unos metros detrás de mí. Antígona (o
como se llamara ahora) también había cambiado su aspecto. Y ella sí parecía
preocupada, en alerta y asustada. No sabía si por mí o por ellas. Hizo ademán
de dar un paso en mi dirección, pero me di la vuelta y me encaminé hacia la
salida del embarcadero.
No volví a mirar atrás.
***
Esa noche fui al Sappho. Dispuesta a beber, dispuesta a
follar, dispuesta a olvidar. Otra y otra y otra vez, todas las que hicieran
falta.
No reparé en ella, pero ella en mí sí. De hecho, hacía
tiempo que me seguía la pista, que se había fijado en mi aire triste y
melancólico. Que deseaba conocerme.
Sin embargo, eso no ocurrió esa noche. Aún habría de
pasar un tiempo hasta que esa mujer de largo cabello rubio, rostro armónico y
mirada azul tuviera un papel predominante en mi vida a partir del instante en
el que cruzara su mirada con la mía.
Pero, hasta ese día, yo seguiría siendo la mujer perdida
en el camino de la piel de otra mujer que solo me había llevado a una nueva y
amarga decepción.
***
Me encanta Cate Maynes y su "sagaz" forma de resolver todos los casos. Espero que ¿noviembre? nos traiga el la continuación de la saga. Gracias por permitirnos leer la presentación o iniciación de Cate en Océano. Salud
ResponderEliminarGracias a ti por estar ahí para leerlo. Y espero que el Cate 2 salga en octubre, si todo va bien.
ResponderEliminarUn saludo,